El Furby llegó al mercado en 1998. Nos parece especial porque desde su aparición ha sabido mantener su capacidad de atracción, a diferencia de otros productos semejantes de vigencia más limitada.
Su éxito ha dado lugar también a profundos estudios de psicólogos y psicoanalistas, como ocurre con Sherry Turkle o Susan Gelman, entre otros, para los cuales es importante determinar el influjo que los objetos con habilidades “humanas” pueden producir en los niños, y no sólo en ellos. En el caso de Turkle, esta investigadora se dedicó a visitar centros donde los niños jugaban con Furbies y pudo extraer interesantes conclusiones sobre el uso de las llamadas mascotas virtuales. Estos estudios van incluso más allá, pues abordan también qué ocurre con los objetos que rebasan las facultades humanas, por ejemplo siendo infalibles, o imperecederos. Ello nos conduce a analizar cómo surgió el Furby y en qué ha basado su atractivo.
El Furby fue una invención de Dave Hampton y Caleb Chung. Hampton era el director de la empresa Sounds Amazing, que en 1998 creó este producto tras contemplar el éxito de otras mascotas virtuales entre las que destacó indudablemente el Tamagotchi. En esos años comenzaron a surgir varios tipos de estas mascotas: las había consistentes en un aparato (el caso del Tamagotchi), pero también las había estrictamente virtuales en videojuegos o directamente en Internet, como ocurrió con los juegos Nintendogs, o los sitios web de Neopets o Webkinz, por citar algunos. La novedad del Furby consistió en incorporar el concepto de mascota virtual a una figura reconocible como ser vivo, en concreto una especie de animal pequeño que es mezcla de búho, ratón, murciélago y gato.
Dicen que en el primer año superó cualquier expectativa de ventas, pasando de los 27 millones de compradores (semejante a la población de Bélgica y Holanda juntas, aproximadamente). Posteriormente la fabricación pasó a Tiger Electronics, dentro de Hasbro, conociendo diversas actualizaciones. En su formato inicial sorprendió porque parecía dotado de inteligencia; un sistema infrarrojo le hacía reaccionar frente a su dueño y aprender conductas tales como comer o hablar su propio idioma (el furbish), aunque también podía aprender palabras de su dueño. Presentaba también una gama infantil más pequeña, el Furby baby. En 2005 apareció un segundo modelo (Emoto-tronic), algo más grande y expresivo, que podía interactuar no sólo con su dueño sino con otros de su clase; se balanceaba, se iba a dormir… Una tercera fase se inicia en 2012 con mejoras en los movimientos, bailes, expresividad en los ojos (pantalla LCD), memoria de comportamientos, etc. El Furby Boom surge en 2013 con diseños mucho más coloristas y más personalidades.
Esta capacidad de renovación continua ha permitido al Furby conservar su interés al margen de temporadas. Sus múltiples posibilidades convierten en un reto el descubrirlas, existiendo foros donde se comparten trucos y experiencias entre veteranos y novatos. Mientras tanto, las preguntas siguen ahí: ¿Puede considerarse un juego el adiestrar a una máquina? ¿Qué papel juegan los educadores de los niños que a su vez van a educar –o maleducar- a un objeto inteligente? ¿Qué grado de satisfacción puede ofrecer un producto que, aun imitando habilidades humanas, carece de emociones reales? Los analistas investigan este tipo de reacciones, aunque no cabe decir que sea un debate actual, pues desde el inicio de los tiempos se han planteado las dudas sobre la influencia de las máquinas en los humanos, y la posible sustitución de unos por otras. Como icono cinematográfico de estos planteamientos, valga por todos el de la película de Stanley Kubrik 2001, una Odisea del Espacio, cuya computadora HAL 9000 tomaba iniciativas propias frente a los astronautas de su nave. La cuestión no está resuelta, aunque dudamos de que a los niños les impida disfrutar de su Furby, dejando los debates para los mayores.